Un concierto de los Stones es un acontecimiento notorio, no creo que nadie albergue duda alguna. Acontecimiento extraordinario donde deben concurrir varios, y curiosos, alineamientos astrales: que no haya, en los días previos, un cocotero cerca de Richard; que tus circunstancias personales y económicas te lo permitan y un sinfín más de circunstancias que deben concurrir para que se de el momento final, que la magia del rock pulse el botón de  modo on.  Si todo lo anterior se cumple estarás en el momento y lugar adecuado donde miles de pequeños mundos tangenciales se rozarán durante dos horas y el calor de la chispa creada marcará a fuego en tu memoria un evento que difícilmente olvidarás.

Nadie como ellos ha sabido cabalgar entre décadas en la cresta de la ola. Pocos como ellos han sabido alimentar a la bestia del ego, la fama, la crítica, la leyenda y la realidad, no siempre satisfactoria, para mantener un estilo y una forma de hacer las cosas propia.  No encontrarás una copia, en ninguna de sus facetas, con un mínimo de decencia a la que brindarle respeto.

La gente se aproximaba al estadio como hormigas que se preparan para hibernar. La mayoría con la marca de la bestia, lengua, en alguna parte de su indumentaria o cuerpo.  La organización fue prefecta, aunque  no nos guste hacer colas de seguridad. Un mal menor, excepto para los revendedores. Uno se siente como una pelota de ping-pong hasta que consigue andar en el sentido adecuado y da con su puerta al paraíso.

Se puede ver la emoción en los rostros, desde el padre que lleva a su hija y que creará un recuerdo de por vida, hasta la pareja que va cogida de una mano y apoyándose en  bastón con la otra. Una prueba de ley sobre el amor entre ellos y al rock and roll. Pasando por gente que seguramente busca la foto para luego poder decir “Yo estuve allí” en alguna red social. Cualquier postura es válida, no vais a leer aquí ningún juicio de valor propio de haters amantes de la de subjetividad negativa, algo al parecer muy de moda como marchamo de “autenticidad”.

Prácticamente a la hora indicada Los Zigarros hicieron acto de presencia. A esas horas apenas habría en el estadio un 40% de las almas que después lo ocuparían.  Los Zigarros me gustan desde antes de la transmutación de su nombre, cuando se hacían llamar  Los Perros del Boogie.  Su rock enérgico y crudo se desplegó durante casi una hora. Desde mi lugar, a la derecha del escenario pude oír, a veces un tanto (demasiado) saturado, canciones como Desde Que Ya No Eres Mía,  A Todo Que Sí,  Baila Conmigo,  Dispárame  o Dentro De La Ley, con la que acabaron. Supieron empezar a mover a la gente con unas canciones cortadas bajo el mismo patrón, distorsiones fibrosas y riffs primorosos.  Tampoco hace falta mucho más ¿o sí?

Un poco después de la hora indicada para el inicio de Sus Majestades,  el panorama era muy distinto. Gente hasta la bandera, salivación extrema ante el plato fuerte, ganas y emoción en niveles elevados.  Todo se desata cuando el escenario se enciende. No verás pantallas más grandes y con mejor definición en este planeta.  Sympathy For The Devil empezó a sonar en el inmenso escenario teñido de un rojo incandescente. Desde ahí hasta el final,  con Satisfaction,  hemos podido ver a un  enjuto Jagger moverse por el escenario como el rabo de la lagartija. Se sigue cimbreando, hasta rozar el punto de rotura, con una agilidad y energía envidiable.  Mesurado, preciso y con algún guiño a Barcelona en la bandolera de la guitarra, se mostró Ronnie Wood. Perfecto en todo el concierto.  Charlie, en su sitio.

Es el metrónomo con baquetas que domina la retaguardia  clavando cada golpe.  Keith es otro cantar.  Anárquico en el escenario (nada nuevo) y receptor de algún enfado de Mick  por entrar a destiempo. Nada que criticarle. Es el guitarrista que más miradas se lleva, tiene setenta y bastantes y artritis en las manos. Es todo un paradigma de cómo es un guitarrista de rock, tantas veces imitado y otros tantos fracasos de los impostores. Si a estos cuatro le sumas unos acompañantes de lujo  y una voz coral como la de Sasha Allen, que eleva a niveles supinos temas como Gimme Shelter gracias a una voz privilegiada,  ¿Qué puede salir mal? Nada es la respuesta.

Un sonido perfecto, en su expresión más superlativa, digna de, tal vez,  la banda más icónica del rock. La verdad es que el tiempo ha puesto más arrugas en sus caras que en sus canciones. Si  exceptuamos un par de versiones de maestros del blues incluidos el su último disco, Blue & Lonesome, el resto del repertorio fueron grandes éxitos, de gran calibre, que tenían asegurada la aceptación del público.

Canciones como  Start Me Up, Miss You, Brown Sugar,  It´s Only Rock´n´Roll (But I Like It) o Honky Tonk Women hicieron vibrar cada rincón del estadio.  Yo disfruté de sobre manera  Paint In Black, que como alguien me dijo, es una canción que de alguna forma te pellizca el alma.  Muy emotivo, también, cuando Keith Richards agarró el micrófono para cantar Happy  y Slipping Away.  Hubo una conexión que se devolvió con cariño desde la grada.  Igual fue una despedida,  quien lo puede saber.

Como  he dicho antes,  el fin llegó con Satisfaction. Después de dos horas trepidantes, el único momento en el que hubo algo de parafernalia y estallaron

fuegos artificiales. Si el destino nos da ocasión buscaremos relamernos tras otro lengüetazo de Rock and Roll.