Lapido es un tipo con una cualidad, ante un cruce de caminos coge todas las buenas direcciones y el concierto del sábado 14 de Abril en Córdoba fue una nueva constatación del manejo de sus virtudes. El hombre tranquilo, el que juega con las sombras para después dejar entrar un rayito de luz, aquel que nos recuerda que antes de la era digital todo funcionaba con engranajes y cuerdas, no deja indiferente a nadie y una vez más pone el palo en la rueda del mundo y nos invita a observar el instante justo antes de que todo vuelva a rodar.
Cuenta el teatro Góngora con espacio para doscientas almas bien acomodadas y se rozó ese número en este primer concierto de la gira. Doscientas almas expectantes, emocionadas e inusitadamente sentadas para un concierto de rock. Aunque a todo se acostumbra uno, no hay asiento en este mundo que evitara las ganas de gritar cada canción de un repertorio lleno de perlas negras. Si el repertorio es distinto, las formas varían y no hay dos sin tres, el espectáculo debe ser diferente y lo fue. Todo cabe en las dimensiones del teatro, guarida de sátiras y tragicomedias, excepto el bajo, el bajista (Paco Solana) y el bombo de la batería. Sacrificio a los dioses electro-acústicos, canon a esa crisis que es excusa para casi todo, tiempos de tijera y de aguantar la respiración hasta para el Dios de la luz eléctrica. Gracias a ese tributo todos los temas de la noche mostraron, entre el juego de luces, un sensual semidesnudo, un “striptease” de vatios dejando al oído la oportunidad de degustar la tramoya de los acordes, con un sonido a bocajarro sin necesidad de los “lifting” de una mesa de mezclas. Así debieron de sonar alguna de las piezas en la cocina de las canciones, antes de ser electrificadas para el disco final
Lapido
El excelso repaso a sus discos en solitario empezó. “No sé por dónde empezar”, “Nada malo” y “El carrusel abandonado” fueron las tres primeras balas, con forma de declaración de principios, que se iría constatando a lo largo de las casi dos horas de espectáculo. Nada hacía intuir que sonarían canciones como “En algún lugar de la media noche”, “Con la lluvia del atardecer“ o “Pájaros” elección muy acertada para temas de escaso o nulo uso en directo por Lapido. Lo que deja claro que cada canción debe tener una buena ocasión, pero sobre todo debe tener una oportunidad.
El tono y el ritmo del concierto fue subiendo y bajando en intensidad musical, que no en emoción, con unas canciones trabajadas y remozadas con acertada precisión para un lugar como un teatro, donde se corre el riesgo de que la reverberación te juegue alguna mala pasada. Especial mención a la íntima puesta en escena, con una intro a piano, del la poliforme “Canción del espantapájaros”. Única canción rescatada, junto con “Nubes con forma de pistola” y “Espejismo nº8”, de la etapa de los cero.
Para mí el punto más álgido llegó con los temas “Nadie sabe” y “El principio del fin” donde el trepidante ritmo casi me arrebata la conciencia, para dejarme al borde del éxtasis. Lapido maneja como nadie la atemporalidad en sus mensajes y nos dibuja estatuas de humo, que cuando nos acercamos a tocarlas, son de un frio acero como en “La antesala del dolor” o “La hora de los lamentos”.
Este mundo cartografiado desde su mas allá nos deja advertidos y desconsolados en un más acá donde entre tanta escoria queda el tesoro de la esperanza, a veces respirando por sus heridas, pero respirando al fin y al cabo. Así fue terminando la noche como se acaba un viaje en un tiovivo. Después de haber subido y bajado y no parar de girar, uno se queda con las ganas de dar una vuelta más.